El caso es que, cuando estás en la pubertad, todo lo raro te da risa. En realidad no da risa, te ríes como diciendo “ése lo tiene más jodido que yo”, ahí uniéndote a la masa de gente que sobrevive a unas jerarquías invisibles que nadie sabe de dónde surgen, pero que todo el mundo respeta.
Pero, precisamente, lo raro es lo único que sobrevive a la vocación indudable del adolescente de ser igual que los demás, de no salirse del patrón. Y, aun que haya alguno que vaya como de auténtico por la vida, la realidad es que sólo suelen ser auténticos los bichos raros. Nos gusta ser diferentes, únicos, pero no marginados, así que nos limitamos a comentar de forma explícita lo interesantemente peculiares que somos, pero sin pasarnos en lo implícito, no vaya a ser que nos quedemos fuera de las normas y las convenciones sociales. Que luego apáñate tu solita con tu hormonas.
Luego te haces un poco mayor, o algo así, y un día te encuentras de fiesta ese chico que se sentaba en un rincón en clase. Del que todo el mundo hacía como que era una silla más. Del que la gente se reía con lo pasivo que era ante la maravillosa vida a los dieciséis. En realidad, ahora es igualito que antes, pero tu te crees que ya eres algo más madura y te viene a la mente el consejo de Manel, que cantaba decididamente que los guapos son los raros, ya por aquel entonces. Y piensas que nosotras ya la cantábamos también, pero sin pasarse con la convicción de las palabras.
En ese momento te das cuenta que, acostumbrada a lo normal cada puto día de la vida, lo raro ya no da tanta risa: ahora es atractivo, moderno, estimulante, gracioso, hipnótico. Y tu eres imbécil, vaya. Y el equilibrio del universo o de la vida o del día a día está bien, pero el desequilibrado ese te da como un noséqué que, pensándolo fríamente, este puto caos no lo arregla ni la Marie Kondo.
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