El vino que llena el vaso y el alma.
El vino que derrama y, luego, es imposible quitar la marca desigual que quedó en la camisa medio blanca.
El vino de la botella que se andaba muriendo de asco en el fondo del estante de la cocina. Y que alguien pensó en pasar las horas mirando el infinito sin dejar que asome el fondo del vaso. Como un optimista: siempre medio lleno. Como un optimista: ¿para qué morir en el problema, si puedo estar viviendo la solución?
El vino que refleja, incansable, esa luna que hoy brilla encima de nuestras cabezas. Que nunca vamos a estar tan lejos si, al final, la estamos mirando y la estamos viendo en el mismo instante.
El vino que, con una dosis tan insignificante de un veneno letal, apenas te provoca un sutil escalofrío hasta medio agradable.
El vino que, al final, sólo deja que digas la verdad. La embriaguez de la sinceridad (superando, más o menos, el humo, el hielo y los guantes), la borrachera de la intensidad del momento. La risa real. Sigue. Con o sin vino.
Pero sí. Otra vez el puto universo.
Y el vino.
Él vino.
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