Rostros de Ceuta: sueños y no-sueños.

Reía, reía y reía. Hablaba un español atropellado y volvía a reír. Repetía las cosas vocalizando para que lo entendiéramos y reía él solo cuando se hacía gracia. Yo no, porque no le entendía la mayoría de veces. Quería enseñarnos donde vivía, pero nunca usaba el término casa.

No sé cuantos años debe tener. Él decía diecisiete, pero habría podido tener quince. Año más, año menos, ¿que más da cuando no eres nadie? Reía con la mochila puesta, reía con todo lo que tenía encima de su espalda. Literal y figuradamente.

Ayudaba en la iglesia, a los pies de la Virgen de África. Decían que le había ayudado mucho. Y él, incansable, volvía a reír.

De día, soñaba en salir, en ir a la península y estudiar electricidad. Ese era su sueño, que repetía y repetía. De noche dormía, sin esos sueños, sólo con la tranquilidad que le prestaba eso y lo otro y lo otro. “¿Vodka? ¿Vodka?” preguntaba riendo, mientras bebía una botella imaginaria y simulaba que le hacía dormir como un bebé.

¿Cómo va a soñar dormido con todo lo vivido; cómo no va a soñar despierto con todo el exceso de realidad que llena su equipaje?

Y bailaba, bailaba, bailaba. ¡Que armonía de cuerpo al compás de los bajos exagerados del trap, en una conjunción casi robótica con M! Y conmigo se enfadaba, porque no tengo ni idea de bailar. Lo llevo con dignidad, pero, como no, se reía y se reía de mi poca gracia de blanca-palo.

¿Que si nos volveremos a ver? Seguramente no. Seguramente nunca. Hablo de desapego para (auto)convencerme, como siempre. La verdad es que me duele en el alma su vida, sus diecisiete años de verdad o de mentira. Su risa, la de verdad y la de mentira. Su amor, el que da y el que merece. Sus no-papeles, su ilegalidad.

Y, sobretodo, sus sueños y sus no-sueños.

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