Conocí a JoseDaniel un día que fuimos a la finca de don Andrés apelotonados en la camioneta, como de costumbre. Creo que el nombre completo del chavalo era este, pero tampoco estoy muy segura.
De lo que sí estoy muy segura es de su mirada: la mirada más pura, la mirada más límpia que he visto en mi vida. Daniel, como le llamaban en su casa, tenía 8 años. Un niño mágico de 8 años.
No iba a la escuela. Había ido, pero estaba demasiado lejos y no era una prioridad para sus padres así que le sacaron. Correteaba todo el día entre su casa y la de sus tíos. Su hogar se veía peor que la cabaña de las herramientas del jardín de mi abuela. Pero desprendía muchas ganas de vivir. Ilusión. Más que yo, más que todos los europeos que andábamos por allí.
Que gran mierda, como siempre.
“¿Cuándo volverán para jugar más rato?” preguntó después de una larga mañana de danzas y escondites.
Se me apagó la voz.
(NUNCA MÁS…)
Sin palabras, como una idiota que no tiene respuesta ante una pregunta tan simple y sincera como esta. Como si al decir nunca más, al desprendernos de eso que hemos amado (aunque sea por un solo instante) fuera una lenta pena de muerte, una agonía infinita.
“Deseo que alguna vez. Seguro que alguna vez.” respondí a media voz. Lo esperaba, lo espero de todo corazón.
Pero sabía (sé) que mentía.
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… aquella mirada, aquella maldita sonrisa pura, transparente, mágica fue un brillante momento de felicidad que creo que recordaré PARA SIEMPRE.
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