Llovía fuerte en Belgrado, cuando el universo decía, con demasiada fuerza, que el bus salía a las doce.
Y, después de tanto tiempo que, en realidad, había sido un instante, deseé que esa ciudad fea me siguiera atrapando en aquella conexión fuerte y llena de aleatoriedad. Adoro las ciudades feas porque siempre andan repletas de sorpresas lindas: una mirada, mil sonrisas, tres mil carcajadas y algún cevapi. Como el cometa que pasa cada 76 años y si te despistas un poco, te lo pierdes. Tan inoportuna como siempre, la vida.
Y me iré y te irás y reconoces que también te costaba desprender al principio, pero insistes que eso se aprende con el tiempo. Reconozco que me da rabia unidirecconal, que te desprendas de mí. Porque también sé que, en las semanas que vengan, las imágenes de mi mente y corazón perderán nitidez, claridad y fuerza. Y el cotidiano me absorverá. Y la extrañez inicial se volverá rutina. Y sólo quedará alguna palabra mísera que en las próximas horas escribiré en mi cuaderno.
Y que el universo volverá a movernos, como peones en su gigante partida de ajedrez, esperando que esa chiqita probabilidad vuelva a encontrarnosde nuevo. O no. Pero en eso consiste la vida: dejarse llevar sin adelantarse, sin forzar el paso.
Por suerte, el destino es como la Biblia: cada una lo interpreta como quiere. Dos llamadas, un mensaje y la lluvia que no cesa.
Me quedo.
Y, entonces, sale el sol.
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