Volaba con ese vacío existencial habitual de cada vez que me marcho. Era menos profundo, tenía más sentido. El aeropuerto lleno, el pasaporte rojo nuevo a estrenar – literalmente – en mi mochila, la libreta que me había comprado en ese tiempo entre tren y avión en mi mesa. Páginas en blanco, en blanco, en blanco. Había treinta y seis, ni una más, ni una menos. Pensé que tardaría poco en llenarlas.
Volaba mirando por la ventanilla, resiguiendo toda la costa mediterránea con la mirada y con el corazón. Esperaba el plástico con la ansiedad de quien conoció el sentir de una droga y quiere volver a saborearla. Mejillas rojas, frente pegada al cristal, oídos taponados.
El golpe del tren de aterrizaje en el suelo grita que ya estamos allí. El aeropuerto, llego, nadie esperando. Yo sí espero: llevo horas esperando. El tren, el metro, el avión… El taxista se ríe de mi cara y me cobra mogollón para llevarme al albergue. Suspiro, pago sin rechistar. Gente, gente y gente. La Semana Santa de Málaga no responde a mis sentimientos pascuales.
La sonrisa del chico del albergue me calma.
Las literas están vacías. Parece ocasión ideal para trasnochar. Duermo. Poquito, me despierto en cada hora deseando que sonara el despertador de una vez.
Duermo hasta Algeciras, aunque piloto y copiloto son encantadores. Subo al ferry con la extraña sensación que ya nos conocemos. María sonríe y no olvido la primera vez que cruzamos miradas. Lleva mi saco, carga un saco de dormir para mí. Me siento con Juan, que parece conocer la zona. En seguida me cambio para ver por la ventanilla. Sale el sol, poco a poco.
Pienso que ese barco debe ser lo que les prometen: sillones, baños, luz, agua, bar… todas las comodidades para cruzar el estrecho. También me invaden las contradicciones: si todo el mundo cruza dirección España, qué mierdas hago en sentido contrario? Por qué? Amanece y pienso en todos los que yacen en la oscuridad del fondo del mar debajo nuestro. Rolando y Maite nos escriben. Tomamos alguna foto. Llegamos y el sol cálido recién salido nos da la bienvenida junto a la Virgen de África. Sencilla, serena y triste, esperanzada. Como un presagio de lo que vendrá.
Me siento bien: allí es donde tengo que estar. Con las historias, con los contextos, con las contradicciones, con las mochilas.
Suena “Tant de bo” de Txarango una vez más. Sí, el viaje había sido suficientemente largo para que el equipaje fuera más ligero. Tan cerca, tan lejos. Y de allí, estallar la vida.
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